Por Ricardo Haye.*
La alborada del siglo XXI marcó el inicio del reformateo de lo que hoy conocemos como radio.
Tanto se está reconfigurando que empiezan a tambalear algunas caracterizaciones sobre la naturaleza del medio, tan precisamente expuestas en aquel segundo capítulo del clásico texto que nos legara Mario Kaplún(1).
La radio sincrónica, esa emisión de flujo continuo las 24 horas, los siete días de la semana, pierde exclusividad como objeto de estudio de nuestras cátedras. Ahora debe compartir el lugar con la radio diacrónica que posibilita el podcasting.
Ya no podemos trabajar solamente sobre los grandes bloques horarios, que concentraban audiencias masivas ofreciéndoles productos efímeros. Ahora tenemos que ocuparnos también de los productos discontínuos, de menor duración pero de vida más larga, producidos on demand para atender audiencias muy específicas y localizadas.
La actividad radiofónica ya no se puede definir únicamente mediante la referencia al modelo hertziano o al sistema de difusión que utiliza el espectro radioeléctrico. Ni por su cobertura geográfica; ni por conceptos en transformación como la simultaneidad y la instantaneidad de su servicio. Y tampoco por su naturaleza exclusivamente sonora. Todas esas nociones están en crisis. Los procesos tradicionales están siendo modificados por el standard digital y el desarrollo de otras plataformas como las de satélite, de cable, de Internet o de telefonía móvil.
Pero esta actualización epocal no puede hacernos perder de vista algunas necesidades que la radio arrastra desde hace varias décadas.
Una de ellas nos obliga a reiterarnos: es imperioso que nuestro medio recupere capacidad de relato. Después de su época dorada, en el ecuador de la pasada centuria, la radio se fue quedando sin historias que contar y se refugió en un decir noticioso casi excluyente, en el que la narrativa fue profundizando su ausencia. Bien mirado, más allá de las excepciones que confirman la regla, hoy sólo queda un destacado espacio de relato: el de los partidos de fútbol; aunque se vea limitado por una forma narrativa que no puede eludir la progresión lineal.
Pero, además, la radio merece una profunda conceptualización teórica que, entre otros aspectos, traiga al primer plano sus potencialidades inactivas. Frente a un paisaje de pobreza estilística y desolación expresiva, la producción radiofónica precisa de talento para que su sonoridad deje de ser repetitiva, predecible, ordinaria.
Más aún cuando la emisión digital haga más evidentes los parámetros de calidad técnica del sonido.
En este contexto conviene precisar que la radio se mantendrá en base a creatividad, a imaginación y a inteligencia. Son atributos que a nadie le faltan, pero que es imprescindible expandir. A través de esas cualidades la búsqueda conciente de la originalidad tiene que conducirnos a la edificación de nuevas poéticas sonoras que hagan más disfrutable la experiencia de escuchar radio.
Será imprescindible para distinguir propuestas dentro de un ecosistema de medios que no sólo se está reconfigurando, sino que también crece y en el cual los radio-oyentes y los cyber-oyentes tendrán ante sí una oferta multiplicada de mensajes.
Parece aconsejable, entonces, iniciar una tarea experimental que dote a nuestros textos sonoros de un mayor volumen estético, acompasado por un equilibrio más armónico de sus elementos.
Los antecedentes internacionales en materia de creación artística radiofónica demuestran que la masa sonora no tiene por qué permanecer anclada al determinismo absoluto de la palabra.
La presencia vigorosa de los efectos sonoros, cuya capacidad representativa se encuentra tan menoscabada en la producción actual, es un factor fuertemente dinamizador del texto radiofónico.
La música, abierta a otras aplicaciones que las de signo de puntuación o ingrediente que llena fácilmente horas de programación, también posibilita mensajes más gratificantes y nutrientes.
Ante la quietud de tanto texto inerte, resulta recomendable probar con otros adornados con la virtud del movimiento; dotados de más nervio, capaces de surcar el espacio, de desplazarse para evitar el adormecimiento en la atención de la audiencia. Que al sonido podemos imprimirle movilidad lo sabemos desde la aparición de la estereofonía, pero con la emergencia de los sistemas de sonido 5.1 y sus posteriores desarrollos, continuar ignorando esa posibilidad es un acto de necios.
Lo demás, en gran medida ya ha sido dicho por quienes nos antecedieron, desde Arnheim a la fecha. El mejor aporte que le podemos hacer a nuestras realizaciones es proporcionarles iconicidad, volverlas visibles.
Nadie prescribió jamás que la imagen remita únicamente a lo visual. En tanto representaciones mentales de algo, las imágenes pueden ser de variada naturaleza: visuales, táctiles, olfativas, gustativas o sonoras. La construcción sinestésica es nuestro recurso para -desde lo auditivo- activar otras experiencias sensoriales(2).
Paisajes sonoros, collages, poesía sonora son algunas de las formas en que se expresa el radio-arte en emisoras europeas y latinoamericanas. Su aporte enriquece nuestro repertorio acústico, estimula el pensamiento crítico, desarrolla nuestra capacidad de abstracción y afina nuestra sensibilidad.
(1) Kaplún, M.: Producción de programas de radio. CIESPAL. Quito, 1978.
(2) Véase Haye, R. “El arte radiofónico”. Ediciones La Crujía. Buenos Aires, 2004.
*RICARDO HAYE
Doctor en Comunicación Audiovisual.
Profesor Titular del Area Radiofónica en la Universidad Nacional del Comahue.
Coordinador del Laboratorio Experimental de Arte Radiofónico ( www.lear-radioarte.com.ar ). Autor de “Hacia una nueva radio” (Paidós. Bs. As., 1995); “Otro siglo de radio” (La Crujía. Bs. As., 2003) y “El arte radiofónico” (La Crujía. Bs. As., 2004).