Por Cristina Zuker.
Betty Elizalde es sinónimo de radio. Se ganó su lugar gracias a su extraordinario color de voz y condujo algunos de los ciclos más memorables de los últimos treinta años. Siempre acompañada por escritores y protagonistas de la cultura, hoy añora lo que el éter se llevó.
De chica quería ser trapecista y, aunque parezca mentira, hace cincuenta años que está en el aire. O en el éter, como se decía por esos tiempos. Devenida musa de esa pasión irresistible que siempre generó la radio, Betty Elizalde reconoce que el camino para llegar fue arduo. Y lo dice con esa voz que ha ratoneado a más de uno, sin abandonar su honestidad brutal, hoy tan poco frecuente en los medios de comunicación.
–La radio sufrió un gran deterioro.
–No hay coherencia en la programación. Yo siempre digo que la radio es como la puta de los medios, porque toda la disponibilidad económica publicitaria va a la TV, a los medios gráficos y el restito a la radio. De este modo las radios quedaron en manos de quien tiene dinero. Es el único trabajo donde hay que pagar. La radio programa hasta el mediodía, y en algunas emisoras de primera línea contratan gente. En las otras te dicen: “Yo pongo la radio, el estudio, y usted siéntese frente al micrófono con su idea, su producción y pague los teléfonos. De la publicidad que usted consiga el 50 por ciento es mío”. Y la publicidad se consigue por contactos, no importa que vos seas Gardel y tengas una gran trayectoria: contacto mata currículum.
–Después está el tema de la concentración en muy pocas manos.
–Eso es perverso. Pero no fue la dictadura, sino la democracia la que le dio el poder a los multimedios. Y a mí no me convienen los multimedios: si me peleo, me cierran las puertas de 25 lugares. Hace muchísimos años que me banco lo que venga, pero no acepto condicionamientos. Tengo un nombre y en la radio represento algo: hace mucho que trabajo con libertad e independencia. La gente me respeta, dirán: “Esta vieja dama indigna ya es inimputable, dejémosla”. Si cuando tenía que llevar un mango a mi casa defendí estas cosas, a esta altura del partido mi marido un plato de fideos no me va a negar.
–Lleva casi cincuenta años en la radio.
–Sí, y vengo de un gran entrenamiento porque trabajé con todas las democracias y todas las dictaduras. Yo digo que soy paraperiodista: he sorteado prohibiciones, les he hecho trampa a los milicos, en estupideces, claro. Porque el que iba de frente seguro hoy tiene a la madre con el pañuelito en la Plaza. Entonces los que hemos trabajado todas estas décadas en los medios somos seres humanos que tratamos de zafar como pudimos, mientras otros han sido muy indignos y miserables. Yo me entretenía con meterles el perro con las listas de prohibidos, con la música, les cambiaba los títulos. Porque astutamente me di cuenta de que los tipos tenían la lista de los prohibidos en música, pero que no los escuchaban. A pesar de haber sorteado momentos muy difíciles, cuando pude avanzar lo hice.
–¿Cómo fue su infancia?
–Viví hasta los 15 años en un lugar paradisíaco. Nunca jugué a las muñecas porque me aburría soberanamente: siempre fui varonera. Me prendía en todo lo que fuese poner el cuerpo. Y siempre digo que sé lo que es la inquisición porque en mi casa eran ultracatólicos, con una abuela española y una madre totalmente sometida a esa madre, una vieja cultísima y divina, pero muy mala, aunque rezara mucho. Todo era muy rígido y estricto, y yo era una hoja al viento. Mi padre era un tipo de mucha sensibilidad, aunque tanto mi mamá como mi abuela se confabulaban en su contra. Era hijo de italianos, anarquista de alma, pero como me dice un amigo “qué clase de anarquista era tu viejo que tu mamá y su suegra lo tenían cagando”. Pero era un tipo que tenía pasión por los intelectuales, y lamentó toda su vida haber llegado sólo hasta sexto grado.
–Usted nació en pleno peronismo.
–En mi casa eran fanáticamente peronistas. Por eso pasamos la vida solos; llegaban las fiestas y no podíamos juntarnos con el resto de la familia porque eran radicales, y las pocas veces que ocurría era tal el encontronazo que resolvieron no hacerlo más. Entonces las navidades, los años nuevos, me generaban dolor. Por eso ahora cuido tanto el arbolito con los regalos. Fui de las que lloraron cuando se murió Evita, como si fuera mi madre. Fue el primer cadáver que vi. La imagen que tengo de Eva en ese cajón es imborrable. Me acuerdo de sus manos, del rosario de cuentas transparentes, de su belleza… Y también de mi viejo yendo a la Plaza en el 55 a dar la vida por Perón.
–¿Y en el colegio?
–Iba a un colegio de monjas con señoritas de la alta sociedad, y sufrí mucho porque estaba gratis. Mi vieja, que era muy insensible pero muy luchadora, fue a golpearle la puerta al cardenal Copello, y lo volvió loco hasta que me dio la beca. Y me mandó a ese colegio, porque mi mamá en su ignorancia lo único que tenía claro era que debíamos ir donde nos dieran la mejor formación. Pero sufrí mucho porque era muy pobre, y las monjas me lo hacían sentir. Cuando no sabía una lección me decían “señorita, tiene que responderle al colegio porque usted sabe que está gratis”, delante de todo el grado. Mis compañeras pasaban sin saludarme en sus autos impresionantes por la esquina de mi casa. Tenían las quintas en esa zona, y yo iba ahí a robar mandarinas.
–Usted no tenía ni bicicleta.
–Pero la deseaba tanto, y como los Reyes Magos no me la trajeron nunca, le escribía a Eva porque había leído que la Fundación Evita regalaba bicicletas. Tendría diez años. Ahora me río, pero si a mí no me mandaron la bicicleta no sé a quién se la habrán mandado porque mi perseverancia era terrible. Nunca dejaron de contestarme: “Querida, te tenemos en cuenta pero no en esta oportunidad”. Nunca llegó. Son esas cosas que a uno le quedan como resabios infantiles. Y un día, hará veinte años, me levanto y encuentro la bicicleta en el living, con una carta de mi marido que decía “para que te dejes de joder con la bicicleta”.
–¿Se escuchaba radio en su casa?
–Sí, en esa época no había televisión y era el centro de la familia, en tiempos en que la programación era manejada por los padres. No era como hoy: estaba Niní Marshall y se la escuchaba. No podía decir: “Poné la otra radio que está Fidel Pintos”. Era Musimessi, el arquero cantor, las noches de teatro de Radio Porteña, el Glostora Tango Club. Ese era el universo de entretenimiento.
–¿Cuándo la atrapó la radio?
–A muy temprana edad. Un día, en el 55, invitaron a toda la división a un programa de preguntas y respuestas. Por supuesto que a mí no me dejaron, pero saqué la entrada para ir al auditorio. Cuando apareció la pareja de locutores y quedé alucinada, me dije “voy a ser locutora”. Dejé la idea de seguir medicina con toda la oposición de mi casa, fue casi una tragedia, me trataban de puta, sobre todo mi madre. Los 50 pesos para entrar al Iser me los dio una tía, y los primeros seis meses mi padre me iba a buscar a la estación porque llegaba a las 0.30, pero no me hablaba. Durante seis meses no me habló nadie en mi casa.
–¿Cuándo llegó Siete lunas?
–En el 74. Era la época en que en la radio se trabajaba y se pensaba en equipo. No era fácil ser locutora en esos años, porque había mucha exigencia, pero ese programa fue único: iba a la noche, de diez a dos de la mañana, en Continental. No es que fuera el programa que más se escuchaba, era el único, y tenía una base musical exclusiva, porque no había aún un mundo del disco muy difundido. Fue uno de los fenómenos más grandes de la radio argentina. Me encantó hacerlo, hasta que un día sentí que ya no me divertía y lo dejé en pleno éxito. Yo ya estaba haciendo programas periodísticos. En el 68 la radio pasó por una etapa de desconcierto, porque era tal la potencia de la televisión que se decía que la radio estaba asistiendo a sus últimos años de esplendor. Entonces ahí me filtré; estaba en Belgrano, y pregunté por qué no me daban un horario para hacer un programa de media hora todos los días. No cobrábamos un peso, y se llamaba Hoy y todo lo demás. Era un programa periodístico, trabajábamos un tema del día, que no era político porque en esa época nadie le daba pelota a la política. Cuando todo el mundo miraba con ganas la televisión, yo me quedé en la radio, y pude hacer experimentos como El buen día, un programa con Tomás Eloy Martínez, de izquierda, y Carlos Burone, de derecha, César Bruto, Roberto Rial y el doctor López Biel. Las discusiones al aire eran feroces, pero todos nos amábamos. Se hicieron los programas más inteligentes, polémicos y atrapantes que yo haya escuchado en la radio.
–Así que hacía doblete.
–Sí. El buen día los sábados, y a la noche Siete lunas: por un lado era la Betty Elizalde que opinaba y le daba juego a los demás, y a la noche era la súper sexy. Pero si vos veías cómo iba a grabar, daba lástima. Todo pasaba por la ensoñación: una cosa era esa mina que se comía a los hombres, y otra que les dijera “sí, vení”. –Acabaron los traumas de la infancia.
–Siempre fui muy acomplejada. Viéndolo en terapia llegué a la conclusión de que me sentía una desclasada permanente. Me costó mucho reforzar mi autoestima, porque siempre sentí que no me querían. No tengo problemas con las multitudes, sino con el uno a uno. La radio es el lugar en el que me siento contenida, querida aun por los que me rechazan. Pero cuando salgo del estudio vivo a la defensiva. Funciona en mí algún mecanismo de “cuidado, que la gente te va a ser daño”. Será que en mi infancia las pasé duras, y mucha gente me hizo daño. Hay cosas que uno elabora intelectualmente, pero visceralmente las marcas no se van nunca. Y esta cosa de ser la mucama de la señora del chalet, como esa milonga que canta Edmundo Rivero, no me la saqué de encima. En Hurlingham un día hicieron un chalet que para mí era el palacio de Buckingham. Era un matrimonio sin hijos, y yo la única nena en el barrio. No sé muy bien cómo fui a parar a esa casa, pero me invitaban a comer, que para mí era una fiesta porque había fruta y unas pizzas exquisitas. Tenían un baño rojo con azulejos negros al que iba a cada rato para mirarme en los azulejos. Y me mandaban a hacer las compras, que no eran acá a la vuelta, había que hacer quince cuadras para ir a la panadería Las Margaritas. Pero con los años empecé a pensar: claro, estos me invitaban porque yo era la nena de los mandados. Y siempre me sentí medio como la mucama de la señora del chalet. Por más que la vida haya sido tan generosa, ese sello lo llevo conmigo como un abismo.
–No está mal haberse casado con un psicoanalista.
–Él es un tipo muy especial, que me ayudó mucho con su gran sentido del humor, en lugar de hacer interpretaciones psicoanalíticas. Durante muchos años yo no podía ir a las fiestas porque me desmayaba o me descomponía, y me tenía que ir por esa fobia a la gente. Cuando íbamos en el ascensor todos empilchados para una fiesta, él empezaba a cargarme. Pero es en la radio donde siempre me he sentido más rica y más querida que las ricas del colegio. Además siento que en las circunstancias difíciles de la vida, siempre fue la radio la que me sostuvo.
Fuente: Revista Caras y Caretas
www.carasycaretas.org