Radioteatro, estas particulares maneras de seguir estando.

Por Oscar Bosetti (*)

 

“Es un hecho que la palabra hablada -y en esto se diferencia de la escrita- no sólo contiene un ingrediente semántico y conceptual; conlleva también una rica gama imaginativa y afectiva. El poeta francés Paul Valery quedó deslumbrado cuando, en los albores de la radiodifusión, oyó la lectura de un poema suyo transmitido por radio y percibió los efectos que esa lectura provocaba en los oyentes y en él mismo. Comprobó que los radioescuchas, aún aquellos que conocían su poema por haberlo leído antes, descubrían ahora en él riquezas nuevas no percibidas en la lectura visual; y que él mismo –el propio autor- ser reencontraba con las raíces más profundas de su creación poética y hallaba en su poema sugestiones de las que aún él no era consciente hasta ese momento. Lo que en la lectura visual se convertía en mero valor significativo conceptual, cobraba aquí otras resonancias. La palabra se hacía ritmo, sonido, musicalidad, lenguaje de auténtica y honda comunicación”. 

Mario Kaplún 

No participé de esas impares tardes aromadas por las tostadas de pan con manteca, y acompañadas por la chocolatada y un rotundo Tarzán Rey de la Selva que abría de par en par las ventanas de la aventura a los ojos de la imaginación.

Tampoco seguí las peripecias de Poncho Negro, El León de Francia, Terry Atlas, El Capitán Warren o Sandokán y los tigrecitos de la Malasia, entre tantos otros héroes del éter que la memoria ahora se obstina en memorar.

No estuve ahí cuando los parlantes de la Phillips de baquelita negra y sonoridad elegante rodearon los rincones de la cocina familiar con las voces inefables, sugerentes de Oscar Casco, Hilda Bernard, Susy Kent, Jorge Salcedo, Elcira Olivera Garcés, Blanquita Santos y Héctor Maselli o las de esa querible familia pequeño-burguesa que tenía tantos problemas circulares como Los Pérez García de la Radio.

Me perdí todo ese universo de palabras pacientemente escritas por Alberto Migré, Nené Cascallar, Celia Alcántara, Juan Carlos Chiappe, Alma Bressán, Miguel de Calazans, Adalberto Campos o –más atrás en el tiempo- las lucubradas por los pioneros Andrés González Pulido, Ramón Cortés Conde o Francisco Mastandrea.

En el momento justo, adecuado, no pude ingresar en la textura de los sonidos labrados pacientemente por los Catalán, esa familia de alfareros del aire que le puso imágenes a las ondas diseñadas por un tal Heinrich Hertz, cuando la prehistoria de la radiofonía comenzaba a dibujar sus siluetas fugaces, invisibles, únicas.

Muchas veces lamenté secretamente no haber estado junto a la fiel Noblex Siete Mares cuando esa lluvia morosa, sin pausas, trastocaba la calma de una tarde de verano o los murmullos de la confitería transportaban a esa audiencia cómplice a un territorio engalanado para los oídos.

Cuando la Radio comenzó a definir su razón de ser, su lugar en el mundo de un Siglo XX que recién comenzaba a desperezarse, y fue reconociéndose en los meandros de su lenguaje propio, el Radioteatro se erigió en uno de los pilares fundamentales de su Primer Gran Momento de creciente popularidad e indiscutida masividad (1932-1960), de su Primera Edad de Oro.

Con los Programas Humorísticos, las Audiciones Musicales y las míticas transmisiones Deportivas, eso de contar historias por la Radio se convirtió en una verdadera pasión nacional, como sostenía (y aún sostiene) el entrañable y sabihondo Jorge B. Rivera.

Quienes adquirieron su educación radiofónica siguiendo los capítulos diarios de esos relatos atrapantes construyeron su ADN sonoro con palabras y sonidos que difícilmente se diluyan en el aire. Bien se sabe que lo auditivo está asociado con la calidez, con lo más emotivo y vivencial, con lo que afecta y conmueve mucho más que mil rotundas imágenes en movimiento o congeladas para un indeterminado futuro por venir. Ocurre que la palabra hablada es la que queda registrada en el “preconsciente eficaz que puede volver a hacerse fácilmente conciencia”. Lo que registra la conciencia y se graba a nivel profundo es lo que llega a través del oído. Ya en “El ‘Yo’ y el ‘Ello’” Sigmund Freud encontró e indagó en esa fuerza y en ese poder de penetración especiales que son ínsitos de la comunicación oral.

En fin, por cuestiones generacionales, no estuve ahí cuando esa inmaterial argamasa de sonidos y palabras articuladas asentó los cimientos de un conmovedor momento fundacional, innovador, pionero.

Hoy, otras voces y otros sonidos, otros héroes y otros amores imposibles, otras pausas y otros silencios reciclan esas marcas, y esas huellas continúan obstinadamente estando en ciertas Publicidades, en algunos fragmentos de Programas de la Radio de hoy, en los pocos espacios que aún perduran dedicados exclusivamente al formato.

Quiero decir: hoy el Radioteatro asume nuevas formas y nuevos usos, se inscribe en otro campo de contenidos y referencias, cruza el humor y la parodia sutil, intersecta los impiadosos acontecimientos periodísticos de cada día con las urdimbres de la ficción y comprueba una vez más que en la zigzagueante Historia de los Medios la innovación y el reciclamiento constituyen una pareja indisoluble que explica buena parte del funcionamiento de los mass media, estas instituciones sociales que nos suelen dar cuenta de eso que llamamos Realidad.

Quienes dicen que el Radioteatro dejó de ser o que ya no está, seguramente estarán extraviados sintonizando un dial equivocado. O lo que es peor: tendrán sus artefactos parlantes apagados, vencidos por esas pantallas apabullantes que hoy todo lo dominan. Y ocluyen ese necesario, funambulesco, sustantivo “permiso para imaginar”.

(*) Oscar E. Bosetti es Docente de grado en las Carreras de Comunicación Social de las Universidades de Buenos Aires, Quilmes y Entre Ríos y en ÉTER (Escuela Terciaria de Estudios Radiofónicos) Docente de Posgrado en la Universidades de Buenos Aires, del Litoral y San Martín. Investigador de la Historia de la Radio en Argentina.